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domingo, 10 de agosto de 2008

Orando.

Orando.

El corazón le está latiendo a mil revoluciones por minutos del dolor que está destruyéndole por dentro. Su mente y su alma se encuentran obnubiladas de la angustia que lo ha arropado.

Hay de los espíritus nobles y sensibles que tienen que pasar por tan terrible pesar. Las paredes de su habitación se ciernen sobre él y se dice – Dios mío, ayúdame- es un quejido desesperado que se desplaza por el universo hasta donde su objetivo. Este lo absorbe, lo hace suyo, hasta el extremo de desplazarse donde quien lo ha dicho.

Cuando terminó de decir la última vocal ya su rodilla se encontraba en el piso frente a la cama. Se persignó. El tiempo se detuvo pero él no lo sabía. Los ángeles, las estrellas y el universo los contemplan. Era el foco de atención de cada átomo del cosmos.

Pero no lo sabe, solamente lo presiente. Su cuerpo está tan hesitado que empiezan a salirles lágrimas, pero estas no caen en el piso, ni en la cama. Se le evaporan de las manos al que está sentado frente a él desde que empezó a orar.

Las palabras de desesperación que liberan sus labios –Dios mío, dame fuerza y sabiduría para soportar tanto dolor- eran escuchadas solamente por quien se encontraba sentado en frente de él. Este se sonríe mientras le acaricia la cabeza y le dice – Por qué crees que te voy abandonar- pero sus sentidos no lo escuchan, su alma sí. Y comienza a sentirse calmado y las lágrimas a dejarle de brotar. Se persigna de nuevo –En nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, te amo Jehová, amen-.

El que está sentado le contesta que también y se marcha. Y él se para y se acuesta; y duerme bien sin pena ni dolor.

Sandy Valerio. 10-08-08

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